Blogia
ENTRE LINEAS

El precio de la Libertad; cuento en tres o cuatro actos (I)

El precio de la Libertad; cuento en tres o cuatro actos (I)

Yo no soy un hombre culto, no soy un hombre de letras. Hasta dónde llegará mi ignorancia, que para escribir estas líneas los minutos se me han convertido en horas. Soy hijo de campesinos de los que toda su vida estuvieron trabajando de sol a sol para traer el sustento a mis once hermanos y a mí, perdidos en uno de aquellos lugares en los que cada día el astro rey lanza su último destello… alejados de todo y de todos y sin querer imaginar cómo sería la vida en una de las masas de cemento y acero… ¡¿Qué más daba si hasta carecíamos de lo más esencial en el hombre?: precisamente “eso”, la imaginación!.

 

Soy el hermano mayor de esas once criaturas a las que costó mucho sacar adelante ya que únicamente teníamos lo indispensable para sobrevivir: nuestros padres y su gran cariño. Fue ese cariño que ambos le tenían al poder dar vida, lo que les indujo a pensar alguna vez si ese poder de amar y amarse resultaba excesivo pues ellos conocían de su situación, nuestra precaria situación y quisieron remediarlo, pero allí, olvidados del mundo y con su frenética pasión ¡ no sabían ¡… A ellos nunca se lo reproché.

 

Fuimos educados bajo las formas de la Santa Madre Iglesia no porque mis padres fuesen unos fervientes practicantes sino porque, en aquél entonces, era la única confesión permitida en el País y porque ir a la Iglesia del pueblo, a veintidós quilómetros de casa, era la única fiesta y, probablemente, viaje que mis padres se podían permitir. Recuerdo que el día de mi primera comunión mi padre lloró cuando el párroco del pueblo nos dijo, concluyendo una larga plática a la que realmente no le presté atención: “Tened en cuenta que nuestra santa madre iglesia nunca se olvida de sus hijos”. Ante tamaña generosidad divina mis padres correspondieron con el “donativo” de una preciosa gallina que mi madre había cuidado casi, casi, como si fuera un hijo suyo. Ese día unos señores comieron, una vez más, una gallina de verdad, de las de campo.

 

Así que desde el día de mi comunión empecé a ser un hombre de los buenos. Cada mañana me levantaba con el sol y me iba con mi padre para que me enseñase las faenas del campo, pues me tocaba ser el sucesor en estos menesteres al corresponderme el privilegio de la progenitura. Al principio me gustaba juguetear con los animales que corrían por allí, meter los pies en el fresco arroyo que bordeaba la que veía como gigantesca colina, desde mi perspectiva infantil. Pero en lo que más disfrutaba siempre era con los ratos que compartía charlando con mi padre o, simplemente, cuando acabábamos de comer, sestear a su lado mirando en la inconcreción del horizonte. Pero luego mi padre enfermó y durante largo tiempo estuvo postrado en la cama. Tuve que volverme responsable de repente, incluso cuando el médico le dijo que ya estaba recuperado, que la ciencia ya no podía hacer nada más por él, seguí llevando el peso en las labores del campo. La salud de mi padre ya nunca volvió a ser lo que era y yo en ese período de tiempo que ahora me es imposible determinar, me había convertido en el cabeza de familia.

1 comentario

paloma -

¡¡Me ha encantado el cuento!! Sigue, sigue... :))

MMMMDLXI besos

PD: otra vez me has hecho ponerme las gafas de leer